2 de abril de 1982
Por Susana Dillon
La dictadura instalada en nuestro país en 1976, se había derrotado a sí misma. No pudo el baño de sangre, ni el terror desatado, acallar el estado calamitoso en que el país se debatía. Los militares argentinos que perpetraron el desastre no encontraron otra alternativa para seguirse quedando, que inventar una aventura fantástica que les restituyera el prestigio perdido, ante un pueblo que comenzaba a despertar de la pesadilla de los años de plomo: desapariciones, fusilamientos en masa, cacería de civiles, por sospechar que fueran subversivos y una quiebra económica organizada por José Martínez Hoz que nos colocó sobre nuestras espaldas una deuda externa que todavía no terminamos de pagar. ¿Qué hacer para reconquistar el prestigio derrumbado? Lanzarse a la aventura de una guerra contra el Imperio Británico sin siquiera tener idea del poderío del enemigo, sin hacer previo diagnóstico de situación, sin revisar las armas que teníamos, sin soldados adiestrados y fogueados, sin haber leído siquiera dos páginas de la historia guerrera de los que se iba a invadir para recuperar Malvinas.
En las escuelas a que asistimos en nuestra infancia, las cándidas maestras nos hicieron escribir en nuestros cuadernos "las Malvinas son argentinas" y lo creímos ingenuamente. Se nos grabó como una consigna, como un derecho indiscutible y patriótico.
La gran mayoría de nosotros, nos brotamos de ese patriotismo sembrado en generaciones, y ciegos, los argentinos se fueron a la Plaza de Mayo a aplaudir a Galtieri, el general de alto grado etílico que fue aplaudido en aquella ocasión en que con voz de mando fanfarroneó la declaración de guerra. A aquella plaza se la llamó "la de los taquitos altos" porque la mayoría eran señoras paquetas del barrio Norte porteño.
La guerra absurda a la que fuimos llevados, su posterior derrota, en que el resultado ignominioso hizo que los ingleses nos tuvieran que traer de vuelta a los soldados que quedaron de la masacre en uno de sus barcos, para dar una lección de ética. Pensemos en los centenares de muertos que quedaron en las islas, los enfermos de la post- guerra, los muchos que se suicidaron, llevó a sus responsables al mayor de descrédito.
No tanto vencieron los ingleses, más bien nuestros militares se derrotaron a sí mismos, por incapaces, soberbios e ignorantes.
No fue lo mismo atar al enemigo de pies y manos con alambres de púas para luego fusilarlos, violarlos y torturarlos, como hicieron con los desaparecidos y presos, que vérselas con la marina de mayor experiencia bélica mundial. Los que anduvieron en los operativos de secuestros como el capitán Astiz, en 15 minutos de combate, levantó la bandera blanca, allá en las Georgias.
Levantemos nosotros ahora la bandera del recuerdo sobre los que cayeron, oremos por los inmolados, muertos de frío, a los que ni siquiera les dieron un abrigo, ni víveres, ni pertrechos en buen uso, mandándolos al muere mientras el general Menéndez, al lado de la estufa, tomaba el té en la porcelana que le birló al gobernador de las islas. Mr. Hunt.
Recordemos a los muchachos que dieron sus vidas, ellos, lucharon como leones, pero estuvieron conducidos por asnos.
Para que lo recuerden muy especialmente aquellos que aún dicen: que vuelvan los militares.
Querida Susana,menos mal que existen personas como vos,que nos ponen siempre de frente las realidades històricas,sin tapujos, que otros han tratado siempre de ocultar.Admiro tu trabajo y tu tenacidad.No olvidar,para que todo el dolor y el sacrificio de nuestros hermanos no haya sido vano.Un abrazo.Ives
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