lunes, 26 de octubre de 2009

Aplausos al paisaje









Por Susana Dillon


Costa Rica, pequeño país de Centroamérica, es el paraíso soñado por los turistas que buscan extasiarse en la contemplación de la naturaleza.
Sus antiguos pobladores supieron trabajar el oro con primor, en la plaza Central hay un museo que exhibe un notable arqueológico que lo muestra orgulloso. Pero los Ticos (como les llaman sus vecinos) tienen otra cosa que enorgullece más: sus bosques y selvas, sus volcanes y sus ríos, su flora y su fauna natural. Constituyen su más fuerte entrada de divisas.
El turismo es allá quien reporta bienestar y prestigio a esa república que no tiene ejército, que es modelo de democracia y donde la corte interamericana de derechos humanos reside para vigilar que se respeten las libertades ciudadanas del continente.
Desde allá, facilitan a quien recurra a ellas la legislación y el asesoramiento en casos que tales derechos se vulneren.
Quien se llega a Costa Rica, siempre desea volver y no sólo por los paisajes protegidos de su ecología, sino por las cualidades que sobresalen en ese pueblo; su hospitalidad y su honda raíz democrática.
Quien llega a su capital,  San José, puede, en el curso del día, viajar a conocer la playa del Caribe y las del Pacífico, allí donde los cineastas quieren mostrar a su público como era el nuevo mundo tal como lo descubrieron Colón y su gente.
A propósito de esta afirmación, hay una playa del Pacífico que tiene alertas a los surfistas y a los dichosos visitantes que concurren a Jacó, un lugar donde cuando atardece el sol se arrebuja en las nubes con todos los tonos del amarillo y el púrpura para irse a dormir en el lecho del mar, tiene un último resplandor, en ese preciso instante.
Es el momento en que todo los espectadores detienen su actividad: los surfistas dejan sus tablas, los bañistas, se sientan en la playa, las parejas se abrazan esperando ver el sol ocultándose en las olas rojizas, los pájaros se asientan en los árboles y contemplan el ocaso, los deportistas frenan sus carreras y todos, todos quedan mudos contemplando la majestad del crepúsculo.
Cuando por fin, el astro se sumerge en una orgía de colores, parece que el mar entrará en hervor, entonces los silenciosos espectadores rompen en un cerrado aplauso, acompañado de expresiones de júbilo ante tanta belleza.
Hasta un bebé de meses, sentado en su toalla hace tortitas contagiado por el instante mágico.
Mientras los felices veraneantes son sacudidos por estas emociones, cruzando la calle que limita la playa se desarrollan otra escena frente al destacamento policial encargado de la zona.
Un grupo de agentes del orden se acomoda para arrear la bandera al mismo tiempo que cae el sol. Hay un toque de clarín y luego la ceremonia de arriar la bandera.
En ese mismo instante un borracho de todos los días quiere forzosamente meterse en el destacamento. Un agente sale de la formación idea acerca un sillón de playa para qué permanezca sentado ya que no se puede tener en pie. El borracho da razones inentendibles, insiste en irse al calabozo. El agente repite varias veces el mismo procedimiento para sentarnos y tenerlo callado con muy poco éxito.
Un señor tico (1) que contempla mi perplejidad, me comenta: "sí no llueve, toda la tarde pasa lo mismo. El ebrio se viene a dormir la mona y la policía quiere que se salude a la bandera: aquí somos así. El borracho es disciplinado, hay que reconocer, él solito se mete preso.
(1) Tico = costarricense


jueves, 15 de octubre de 2009

Ahora, Nora y los sabuesos




Por Susana Dillon 

Elijan: " lo sospeché desde un principio" o " elemental, Watson".


La escena terminó así: el fiscal y el acusado, tomados de la mano, precediendo a los representantes del imperio (léase agente del FBI) recorrieron a paso de pesquisa los lugares donde pudo ocurrir el crimen.


Luego de algunos intercambios de palabras neutras y sin mayor definición los anfitriones invitaron a los visitantes a almorzar, como en los buenos tiempos en que almorzar en el Golf era un ritual de gente bien.


Como se puede apreciar, la justicia de Río Cuarto hasta aquí sólo  puede demostrar que Gabriel García Márquez, en cuestión de realismo mágico era y sigue siendo, un principiante.


El arribo de personal del FBI a nuestro imperio ya no concita la atención de otras épocas en que se barajaba las hipótesis más escatológicas y las sospechas más porno venidas de las elucubraciones primero de las legiones destacadas por nuestro inefable José Manuel y luego por la prensa foránea que no escatimó toneladas de infamia sobre la víctima.


El público consumidor ya está asqueado del tema y de los muchos que participaron en la tragedia, entre ellos los celebérrimos abogados que fueron apareciendo en vuelos rasantes y precios astronómicos para declamar ante las cámaras peregrinas y rebuscadas opiniones que más dieron la impresión de farsas carnavalescas.


A todo esto, el fiscal Di Santo con esa expresión que va de desde las más honda incertidumbre a la más patética ignorancia, no hace más que demostrar que no quiere llevar el gato al agua, así que de la justicia enterrada hasta lo grotesco.


Lo lamentable, es que esta gente que vino desde el Norte va a perder prestigio cuando se de cuenta que ellos también han sido burlados al llegar tarde al evento y con las pruebas borradas prolijamente, eso sí será lo único prolijo que quede para el comentario en este aluvión de disparates que exhibe el transitar de la justicia ordinaria en nuestro medio y como todos coinciden en sospechar que el crimen de la Sra. Dalmasso no tuvo como móvil alguna pasión siniestra sino una causa de dinero o propiedades escondidas en alguna garra del poder que pudo haber quedado registrada en alguna escribanía " que el tiempo ha borrado", como Caminito. Sin embargo, hay figuras omnipresentes que han dejado indelebles marcas que sin ser Sherlock Holmes pueden señalarse: el que apuntó al perejil para inculparlo y quien sacó del medio a la señora que se quedó con los lentes de la víctima muy bien pudo acomodar la escena del crimen. ¿no indujeron a sospechas?



En este reprisado sainete en que se ha convertido el caso insoluble, no nos queda más que filosofar de entre casa, o lanzamos el inocente " lo que sospeché desde un principio" o nos remontamos a las brumosas calles de Londres para escuchar el fantasmal susurro de Sherlock Holmes en su clásico y flemático " elemental, Watson.

lunes, 12 de octubre de 2009

Cuando los indios descubrieron España





Por Susana Dillon



"Es el primer triunfo de un Caribe en Europa, este momento tiende el puente que va a unir a los dos hemisferios mejor que todas las conquistas"
Germán Arciniegas.- El coloquio con Juanita Ramírez



Desde que se nos contó lo del descubrimiento de América, se nos mostró, pegada al pizarrón, la lámina del Billiken, con lujo de color, la llegada triunfal del gran almirante Colón, al que recibían satisfechos los Reyes Católicos en el palacio de Barcelona. Ellos sentados en sus tronos, contemplan al almirante, de rodillas, en actitud de mostrar lo traído: indios, papagayos, objetos de oro, monos, frutas, flores exóticas, rodeados de pendones, grímpolas y gallardetes, entre soldados de armadura. El lugar de llegada, gran salón de recepciones, frente a "la plaza del rey" en pleno barrio gótico que era el mismísimo sitio en que se desarrolló el evento, según la lámina de nuestra infancia, ahora convertido en museo de exposiciones de arte hispano.

A poco de pagar mi ticket, un cicerone nos impuso del asunto mientras se descolgaba con un florido discurso sobre los tapices de una exposición de provincias y allá al fondo, sobre tarima, sentados en sus tronos de utilería, dos figuras grotescas de una pareja que recordaba los gigantes y cabezudos a los que son tan afectos los hijos de España. Daban la sensación de dos farristas a los que les llegó la madrugada todavía con la resaca y fuera de casa tenían un cierto parecido con Isabel y Fernando, pero nadie aventuró aclarar la identidad, no fuera cosa que metiéramos la pata.

¿No era éste el recinto donde llegó Colón luego de su primer viaje? Pregunté admitiendo que el salón era igual al de la vieja lámina escolar.

"Pues verá usted, que todo eso es puro cuento. Aquí ni llegó Colón, ni estaban los reyes, ni trajeron indios, ni papagayos, ni aguacates, ni plantas exóticas, por la sencilla razón que al rey Fernando, para aquella fecha estaba casi moribundo de un lanzazo que le fuera propinado en un atentado ocurrido en Aragón. Por este motivo la reina Isabel se tuvo que hacer cargo de los asuntos del reino y de dar su merecido a los rebeldes que casi le mataron a su real esposo. Ya sabéis que su Majestad Católica era severa y eficaz en cuanto a poner orden a quien se levantara en armas. Conque en este recinto no ha podido ser tal acto"

Así las cosas, mi decepción fue grande, pero más grande fue mi asombro, al enterarme, de boca de los propios hispanos, avezados en su historia, cuando siguió el cicerone con su plática:
"Llegado Colón a estas costas de España, ancló en un ignorado puerto de la desembocadura del Tajo que fue la primera tierra propia que pisaron. Todos los que descendieron de "La Pinta" estaban radiantes llegaban por fin a charlar con su gente, a contarse maravillas y a beber de su vino. A todos se les volvió el alma al cuerpo luego de  la aventura. Los nueve indios que llevaban para que se conociera el primer producto humano del descubrimiento, ponían el oído a tanta palabra nueva a la que algo iban entendiendo y la gente que salía de sus casas para ver el espectáculo insólito, miraba a aquellos desnudos ateridos de frío y con el susto retratado en sus caras cobrizas. Veían, al caminar, sus casas de ladrillos, los árboles pelados, con ramas como brazos de brujas.

La gente, por la calle, iba toda cubierta con trapos y paños no dejando ver si no la cara y las mujeres apenas las pantorrillas y las manos vieron lavanderas lavando trapos con una cosa que hacía espuma, que les arrojaron entre risotadas. ¿Estarían desnudas debajo de tanto envoltorio? Pasaron carros tirados por animales enormes con terribles cuernos que luego supieron se llamaban bueyes. Vieron las ruedas de los carros que transportaban trastos pesados. De pronto se echaron a repicar las campanas y les dijeron porque era la fiesta de regreso. Los españoles, al pasar por la puerta de la Iglesia se santiguaban y caían de rodillas. Más adelante, Colón, que era el que los conducía, los hizo entrar en una taberna. Había muebles, barriles, vajillas, vasos, botellas que los indios no se atrevían a tocar a pesar de su curiosidad y las mozas que por allí trajinaban se mofaban de aquellos indios en pelotas y se notaba que se querían arrimar para conocer mejor lo que venía de Las Indias.

Juanita Ramírez, que era la más alborotada, se acercó lo más que pudo a los indios, dándole a beber al más próximo un trago de vino, pero el recién llegado torció su amplia boca escupiéndolo. Evidente que aquello tan fuerte no le gustó. Como lo vio temblar le alcanzó un cucharón con buen caldo de puchero y el indio sonrió complacido. Juana se arrimó aún más al foráneo diciéndole: a mí la gente me llama Juanita. Y el indio repitió bien clarito: Juanita. La muchacha dijo: repite eso otra vez. Y el indio: Ju a ni ta, con cara sonriente y chorreando sopa. Gran ovasión entre los parroquianos. Se había establecido el puente entre las dos culturas.

Fue el primer indio aplaudido en Europa. Aquello fue la mejor cosa que ocurrió en el viaje.

La Juanita le fue mostrando las cosas al colombino que resultó más avispado que lo supuesto. La moza le tendió la mano y el indio se la apretó como si una corriente de fuego los hubiese unido. Se le hizo que esa mano era como un colibrí que latiera en su puño. Y el indio fue indagando qué era esto y aquello: los botones del vestido, las alpargatas, los goznes de hierro de la puerta, el duro metal de las espadas y los barriles de vino y las aceitunas... hasta vio en un patio un gallo que cantó a todo grito y esto le pareció la máxima maravilla.

Y todo esto nos deja que pensar: ¿si a América hubiera venido la Juanita en lugar de las huestes sangrientas que llegaron por el oro?

A los tiempos se supo que  aquellos nueve indios traídos para que se conociera el producto humano de Las Indias, habían muerto de frío, mala comida y peores tratos... y desde entonces América se cubrió con las sombras de la codicia, lejos, muy lejos de aquella mano amiga que tendió la Juanita.

Bibliografía: El Coloquio de la Juanita - Germán Arciniegas