viernes, 12 de septiembre de 2008

Magia y embrujo de las palabras (2da. Parte)

Por Susana Dillon

EL OFICIO DE ESCRIBA, MUY PELIGROSO


“tenemos la sangre llena de palabras”
Eduardo Galeano

Con ese material, las palabras, estamos prodigando eso: sangre y fantasía, una forma de vida, una parte ineludible de nuestra existencia. En ellas depositamos todo el cavilar de nuestras experiencias, de la sabiduría que hayamos podido almacenar a través de derrotas y de éxitos, de reposados estudios y de amargas desilusiones. Esto es lo que nos hace esencialmente humanos y capaces de conectarnos con los otros, meternos en sus mundos, ser testigos de lo que pasa a nuestro alrededor.
Desde los tiempos faraónicos el escriba dejó en la piedra y en los papiros la historia de los monarcas y su pueblo. Si el escriba contaba la verdad le podía costar la cabeza…pero. ¿Y ahora?
Desde Homero hasta Rodolfo Wallsh, desde Dante a Haroldo Conti, se persiguió al que se dispuso ser, por cuenta propia, un fiel testigo de su tiempo. El primer síntoma de autoritarismo de los gobernantes que van para dictadores es silenciar, perseguir a los que no se ajustan a sus códigos de censura.
“Los libros no son objetos inanimados”, supo decir Milton, el inglés autor de “El paraíso perdido” ya que libro que se lee es lo más viviente que pueda concebirse, siendo tan fuerte su vitalidad que vence todos los obstáculos y prohibiciones, sobrevive siempre a su autor, reproduce su pensamiento, expande sus ideas, ésas que le causaron la muerte. Los verdaderos libros se elevan muy alto sobre odios, pasiones y venganzas mezquinas. Sobrevuelan la estupidez humana, tan propia de los déspotas.
Imponente, riquísima sería la biblioteca formada por las obras literarias perseguidas, incineradas y prohibidas por la férula de los mandamases que creyeron que se salvarían del juicio de la posteridad al quemar los libros que los denunciaron; asesinando a sus autores. No ha habido tirano que no se sintiera enviado de Dios ni salvador de la patria, no ha habido invasor ni conquistador que no haya justificado sus crímenes argumentando que venía a salvar al pueblo invadido. Pero allí estaban los que registraron sus infamias con esa arma tan sutil e incisiva que es la pluma para dar testimonio de sus crímenes.
Retratistas implacables, los escritores, se empeñaron a lo largo de los tiempos en reflejar el drama de los pueblos sometidos junto al perfil de esos presuntos salvadores de patrias y de mundos. A través de las descarnadas descripciones han hecho gala de una hiriente ironía, una sutil agudeza, una valentía extraordinaria que les trajo persecuciones y muertes, pero triunfaron sobre ellos: los definieron para la historia, la historia que cuentan los pueblos, esa que no se arregla con dinero ni favores.
La literatura nació junto a la persecución, se gestó en épocas inquisitoriales, Homero fue censurado 600 años después de conocerse su obra en Grecia y fue justamente Platón, el inmortal autor de “El banquete” el que más despotricara sobre algunos pasajes de “La Ilíada” y “La Odisea” argumentando que eran escandalosos y atentaban contra la moral.
La persecución literaria se origina por tres motivos: la religión, la política y la moral. Por temas religiosos hubo hogueras, los libros sagrados hasta produjeron feroces guerras. Quien difundía esas ideas lo pagaba con su vida. Se demonizaron obras significativas y valiosas. Al fuego con ellas. Luego la persecución fue política, sin duda la más duradera. La última dictadura se ensañó con libros de ciencia, literatura e ideología. Represiones brutales se cometieron en nombre de la patria, las buenas costumbres y la defensa de la religión. Desaparecieron escritores y periodistas.
La moral ha sacrificado obras geniales y valiosas tales como el “Decamerón” de Boccacio y “Ars Amandi” de Ovidio.
En Rusia, Italia y Alemania predominó la persecución política en épocas de Stalin, Hitler y Mussolini. Para estos dictadores todo tufillo libertario era perseguido a muerte desencadenando purgas literarias y exilio a sus autores.
Cien veces fue sentenciada “La Divina Comedia” mandándosela al fuego, pero sobrevive a sus verdugos. El “De Camerón” desencadenó todos los rayos papales sobre el encanto y la gracia de las regocijantes aventuras eróticas de frailes y monjas libertinas. El libro, pese a su persecución, se leía a hutadillas, en el mayor secreto para luego comentarse en atrios y tabernas. Hasta Isabel, La Católica, la tenía como lectura de cabecera. Pero el premio más codiciado para cualquier autor es cuando sus trozos y estrofas andan de boca en boca, las dice todo el mundo, festejadas y aplaudidas. Cuando pueblos enteros leen, comentan y discuten una obra, es cuando el escriba toca con sus dedos la inmortalidad. A veces ocurre lo que dijo Antonio Machado “Ya nadie recuerda al autor”, lo ha transferido para siempre a la memoria colectiva. Ese es el momento en que la obra trasciende, vive y crece con el pueblo que la festeja.
Shakespeare fue también perseguido y proscripto por su “Rey Lear”. Los espectadores de la obra la encontraron igual a la historia de aquel rey loco, Jorge III. Vino la orden: ¡A cerrar el teatro y silenciar al poeta!
América Latina tiene una verdadera legión de escritores perseguidos, silenciados, exiliados y asesinados. El Martín Fierro no les cuadró a los jueces de la época. José Mármol se atrevió a pintar la época de Rosas. Miguel de Asturias, el gran guatemalteco, se tuvo que exiliar luego de lanzar “El señor Presidente” donde retrató a los dictadores de balcón. El peruano Cesar Vallejo, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda… tantos que lucharon a sola pluma contra las dictaduras que asolaron este hemisferio.
Todos hicieron gala de una imaginación portentosa, una fantasía genial y loca para mostrarnos las mas crudas realidades, dichas en forma exquisita y delirante. Porque enseña más que las historias oficiales una novela, concientiza más una poesía que una arenga y siempre se seguirá marchando a la guerra con una canción.
Susana Dillon

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