martes, 12 de octubre de 2010

América: ¿una quimera?


Por Susana Dillon

"El mito sigue, porque América fue todo un mito y utopía que el hombre buscaba y busca siempre.
Después de todo esto es lo más bello de la conquista indiana: movidos por la ilusión, hicieron un nuevo mundo".
-Espasa Calpe. "España y América".

"Nada podía parangonarse con la magnificencia de sus templos, cubiertos de plata maciza, en este metal eran sus utensilios de uso diario y hasta los instrumentos de labranza. Su riqueza era tanta, que los muebles de las casas estaban hechos de oro".
                                    -Ernesto Morales. "La ciudad encantada de la Patagonia".

Las huestes embarcadas para América, todas en pié de guerra, ya que se venía a un mundo desconocido, erizado de peligros y sobre todo, intuyendo lo imprevisible, también fueron impelidas por una fantástica fuerza: los mitos.
La imaginación meridional, creó una serie de ilusiones quiméricas, tras las cuales partieron muchas expediciones, logrando al final, al no encontrar los mentados tesoros, al menos hacer una nueva geografía.
La conquista, para aquellos castellanos, extremeños, andaluces, todos de frondosa imaginación, unida a un concepto caballeresco, guerrero y místico de la vida, contribuyó a que la gran empresa fuera también, una enorme, tal vez la última novela de caballería. Recorrieron gracias a la ilusión, un continente fantástico, adverso, lleno de contrastes, en medio siglo, como si se hubieran calzado las botas de las siete leguas.
Desde que Colón descubrió las Indias Occidentales ya comenzaron los delirios por arribar a tierras aún más fabulosas, aún más ricas que las que habían pisado recién. Ya no se conformaban los recién venidos, con la feracidad de las tierras, lo abundante del agua dulce, la suculencia de las frutas, lo sabroso de la caza, la docilidad de la gente que poblaba aquel edén. No les alcanzaban las ofrendas hechas en oro y perlas, que los ingenuos naturales cambiaban por chucherías, y espejitos, no ... Querían también las minas. No les satisfacía ya tener cien o doscientas mujeres "jóvenes y de buen parecer", no, querían hacer esclavos a sus padres y maridos, no era basta tener centenares de indias para los placeres del lecho y el cultivo de las plantaciones, no, querían convertir a las cacicas y princesas en sus barraganas. Siempre se quería más. La ambición no tocaba fondo, detrás del horizonte, siempre se imaginaba una nueva fantasía.
De modo que no bien establecida la comunicación entre los conquistadores y los conquistados mediante el uso de sus respectivas lenguas, todo fue un "hacerlos hablar hasta que canten dónde está el grueso del oro". Indio foráneo que caía en manos blancas era invitado a soltar la lengua por medios poco amables, pero ya es sabido que la naturaleza del salvaje es su proclividad hacia el silencio, su enigmática manera de observar la vida en la que no entran el apego a los metales preciosos. Su cosmogonía lo asocia a ser propiedad de los dioses, su sobriedad en las palabras y en su mantenimiento, en fin, pocas palabras y comida frugal. De verdad: la antítesis de los invasores. Los blancos usaban del tormento cuando con insistencia interrogaban a los naturales. Tenían para ello un argumento convincente: los perros a los que adiestraban para despedazarlos. A la vista de los fieros colmillos, los indios se ponían locuaces. Tal fue la cháchara que no sólo dijeron lo que sabían, sino lo que inventaron. Su instinto de conservación les dictaba historias afiebradamente para sacarse de encima a los molestos visitantes.
Así fueron surgiendo verdaderas quimeras: ciudades encantadas, tesoros enterrados, montañas de puro oro. Muchos, puras fantasías, otros, realidades que superaban todo lo imaginado y antes visto. Que -¿dónde están las siete ciudades de Cíbola?, decían los blancos en Cuba... Más al norte, contestaban los salvajes y aquellos se largaban para La Florida. Que -¿dónde está El Dorado?, preguntaban en Cartagena. Más al sur, respondían... Y desde Colombia se largaban para las pampas. Que -¿dónde va el camino para el Cerro de la Plata?, preguntaban en Asunción..., para el poniente, respondían asustados los indios y los delirantes se perdían en las selvas del Chaco Paraguayo. Las expediciones rumbearon según el susto y la desesperación de los indios y según la codicia y el tesón de los barbados.
Mundo ancho, oscuro, salvaje y ajeno!. Mundo de ciudades de cúpulas doradas, que destellaban bajo el sol, donde la naturaleza era edénica y se bebía el agua de la eterna juventud y de la permanente salud, allí donde la misma muerte detenía su guadaña. Los que llegaron hasta ellas no habían querido regresar jamás. Eso decían los indios, y los españoles de sesos recalentados e imaginación quijotesca les creyeron a pies juntillas.
Aquí nomás, cuando nuestra ciudad fue la primitiva Villa de la Concepción, se ubicó a la "puerta de la Trapalanda" en la región que la circunda y se suponía, que vaya a saber en qué coordenadas se encontrara "la Ciudad de los Césares" que esperaba a nuestros antepasados para brindarles sus grandes riquezas, además de la fuente de Juvencia.
Pero aquí no hubo ni oro ni plata, ni piedras preciosas. La pampa salvaje tuvo los mejores pastos donde pastaran rechonchos millones y millones de vacas y caballos cimarrones.
Esa fue nuestra despreciada riqueza que hizo ricos a muchos aventureros metidos a ganaderos y políticos.
Roca, el general genocida, limpió de indios la parte más rica del país, donde los ranqueles levantaron la civilización del cuero.
A mas de 300 años, hay en este país del que somos su centro quien nos hace repetir la historia, despreciando el trabajo de quienes nos dan de comer en esta parte de la mítica América.
...y como hace más de 500 años, no sólo no vemos el oro, también se pierden vidas a causa del hambre.

Bibliografía: de "El Oro de América".-próximo a reeditarse.

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