lunes, 25 de agosto de 2008

LA COCINA DE LOS HOMBRES

Por Susana Dillon

“Con los pantalones puestos, la única manera de gozar es comiendo”

Karlos Arguiñano

Desde que el hombre se paró sobre sus dos pies y pasó a ser el rey de la creación, le tomó el olor al ambiente y a ponerse pesado con la ecología. Primero comenzó a zamarrear a los árboles buscando lo maduro para echárselo al buche, porque en los primeros tiempos le dio por ser vegetariano. Si se hace un esfuerzo de memoria, por ahí se acuerdan del cuento de la manzana, la víbora y la tentación a que lo sometió Eva, su mujer que lo impulsó a comerse la fruta prohibida. Sobre el pucho se pudrió todo con el arcángel que los echó del paraíso por desobedientes. Una vez que hicieron la macana, a los dos réprobos no les quedó mas remedio que cubrirse las vergüenzas y salir a buscar su sustento ya que ni hablar de seguirse aprovechando del restaurant del paraíso, así que se vieron forzados a ganarse el pan con el sudor de sus frentes, pero el mundo aquel se les puso de punta.
Si las manzanas no podemos comer y yerba no hay, ¿Qué hacemos?, dijo el desterrado Adán a Eva, la insensata. La susodicha, se hizo la distraída, se acomodó coquetamente la hoja de parra último modelo de la era Cuaternaria, le revoleó los ojos y le susurró entre el cuello y la oreja a su peluda pareja, diciéndole mimosa: lo que te guste, Negro. Casi en un ronrroneo.
Entonces aquel Adán que no había hecho otra cosa en su breve vida que comer raíces, hojas, tallos, flores y frutas desde el día en que lo sacaron del barro, tuvo una idea que no se le había ocurrido antes (claro se le prendió la lamparita cuando comió del árbol de la ciencia). La idea consistió en manducar todo lo que caminaba por el universo, ya que del paraíso ni que hablar.
Siguió haciendo descubrimientos: se asombró de los bellos ojos de Eva, siguió para abajo, encontró la boca golosa de la mina exclamando, ¡que minón!, absorto fue con los ojos más abajo hasta descubrir la hoja de parra que no sabía qué encubría, pero la vio tan marchita que se la arrancó de un manotón. Y aquí le vino al potro un vahído de hambre a causa de la falta de alimentos proteínicos. Eva quedó defraudada ante semejante desenlace, así que, práctica como era, le sugirió la llevara a cenar afuera, a la luz de las luciérnagas, en un lugar tranquilo y con alguna bebida espirituosa que lo pusiera en órbita.
A nuestro primer padre se le desató una furia inenarrable por aquella caída de su propia estima y de todo lo que se cae en casos como ése.
Adán recapacitó antes de poner el grito en el cielo, que por otra parte le sería inútil dadas las malas relaciones con el altísimo, poniéndose a fabricar vino de coco para el evento que se avecinaba. Tal tarea le demandó tiempo y esfuerzo con lo que su hambre se le hizo atroz, por lo cual se convirtió en carnívoro y todo bicho caminante fue a parar al asador.
Ese fue el instante glorioso en que nuestro padre, cazador, ascendió a cocinero. Eva, sin inmutarse siguió limpiando la cueva, buscando leña y encendiendo el fuego. También se le despertó la vocación que heredaríamos sus insensatas hijas: cambiar de modelos. Sí, se cambiaba las hojas que cubrían sus partes pudendas. Se probaba, las de parra, las de banano, las de higuera, las de acuáticas, pero no encontraba hoja que le viniera bien.
Y cada vez las eligió más atrevidas y breves, como las chicas de hoy a sus tanguitas. Como vemos, nuestra madre siempre nos dio ejemplos de economía.
Adán, para ésto seguía dando largos al asunto que había dejado pendiente Eva, visto la proximidad del invierno, comenzó a hilar y a tejer para no desesperar en el intento, todas las mujeres, desde allí, cuando tenemos un entripado, nos ponemos a tejer.
Una noche apacible, a la luz de la fogata, Adán descubrió a Eva con una mini hoja transparente y con lentejuelas, la sangre se le agolpó en alguna parte del cuerpo reclamándole acción. Se puso delantal de hojas de plátanos, despostó el ciervo cazado ayer, lo adobó y lo asó. Se sentaron en un lugar discreto a la luz de los candelabros de luciérnagas, brindaron con vino de cocos, comiéndose gustosos la pierna del siervo. Al poco rato ya estaban mirándose aterciopeladamente y diciéndose mentiritas lindas. Eva, seductora, se sentó sobre las rodillas de Adán, pero primero le sacó el delantal de hojas chamuscadas.
Luego del último jadeo y posterior relax, consintieron en que la cena había sido un éxito y que la maldición del arcángel cuando los echó del paraíso no había sido para tanto.
Los habían condenado a trabajar y a sufrir enfermedades, a morirse, a parir con dolores y a jorobarse la vida mutuamente, pero les habían dejado un atajo por donde se podía gozar de la vida: que un buen cocinero te prepare la cena y después inventar el amor.
De allí a las mujeres nos ha quedado el atavismo: soñar con tener el cocinero en casa.

Susana Dillon

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