Por Susana Dillon
La gente ya no silba ni canta por las calles.
Camina cabizbaja o corre o grita, se enoja, insulta, cierra el puño y lo aplica al primero que se le cruza. Si va conduciendo un coche, se prende con el primero que intenta rozarlo, ambos se bajan, se insultan, se golpean, se acusan, se trenzan, los llevan detenidos.
La gente habla sola o con sus fantasmas: las deudas, los vencimientos, los malos negocios. Se les clava la boca en un rictus agrio, en una mueca sarcástica. Se le angustia la expresión, a veces descubro que lloran hasta sollozar.
La gente se trepa, se agolpa, gira en remolinos, desciende de trenes, de autos, de camiones de ómnibus como si fuera el último pasajero que llega a tierra firme, el último náufrago en una tabla atestada. Busca desesperada la mano que se tienda, que lo salve.
La gente ya no ríe sanamente, sólo cuando el otro se cae, se hiere, cuando pierde.
La gente ha olvidado de reírse, de amarse, de ayudarse, de encontrarse.
La gente ya no busca la frescura de los jardines con jazmines y nardos para arrullarse y desearse. La gente aprieta los dientes o prefiere insultos.
Cuando era adolescente, los muchachos silbaban las canciones de moda, cuando se cruzaban con la chica de sus sueños, era un silbido potente que reclamaba miradas, gestos, una sonrisa. Entonces nos asomábamos a la ventana nada más que para ver pasar al dueño del silbido.
A veces aún se escucha al afilador con su caramillo repleto de gotas de nostalgia, derramando sus notas saltarinas, como si sembrara perlas bajo el cordón de la vereda.
Tal vez alguna vecina, de ésas que afilan sus tijeras para recortar las honras juveniles así el ambulante obrero derroche chispas en su rueda de piedra, que más parece el círculo de la vida el poner el filo a punto de la cuchilla charlatana que reina en la cocina, esa porfiada machacadora de pulpas olorosas de ajos y cebollas.
... Y el afilador se pierde entre el rumor de la ciudad que muele con su ritmo los nervios de la gente. Se van yendo, entre el estrépito del tránsito la sarta saltarinas de sus notas.
Hoy escuche otra vez silbar. Era un buen hombre que recuperó su silbo a pesar de la crisis, del gremialista de los medicamentos truchos y la gente que se muere de cáncer porque los que mandan en la cosa son insaciables, pero eso no quiere decir que vayan presos.
Voy a seguir al silbador a ver si me contagia el optimismo.
Silbar hace bien, tonifica los pulmones, refresca las canciones con memoria y sosteniendo un texto que al redondear los labios, reprisa a aquella melodía que nos hizo felices y no nos dimos cuenta.
Es como sentir aquel aroma de los campos de la infancia, de las noches con jardines de fiesta, de la primera carta de amor, de esa vez que nos saltó el corazón cuando llegamos a la cita esperada.
Hay que volver a silbar, la vida lo merece.
Las pibas de hoy, no saben lo que se pierden aturdidas por los bafles de las discos, mareadas por la birra. No pueden calibrar los decibeles de llamado del silbo, cuando del amor se trata.
"Mira qué cosa triste ser río, /quien pudiera ser laguna /oír el silbo del junco, /cuando lo besa la luna".
Ay Susana! En la sociedad de consumo que supimos consumir, se es en tanto se consume, eso no alegra, amarga. Me imagino que ya no habrá chicas ni chicos de "sus sueños" ¿ Los jóvenes tendrán sueños? O los adultos en nuestra mala praxis se los hemos arrebatado?
ResponderEliminarCariños.