domingo, 27 de febrero de 2011

Y QUE LES DEN CHOCOLATE...


Principios de siglo XX en Santiago del Estero.

Por Susana Dillon

Al caudillo bárbaro, mitad centauro, mitad bandolero, los dueños de los obrajes y las tierras lo hicieron gobernador. Claro que se concretaron las pantomimas del voto, con oposición y todo lo demás. Las calles santiagueñas abandonaron su modorra para recibir en sus adoquines y polvaredas a una comparsa de beneficiados con el arribo del nuevo gobernador y sus allegados. Allá en Buenos Aires y acá en las estancias y obrajes , los verdaderos dueños del poder mandaron abrir los espiches de las bordalesas de vino y a freír empanadas para agasajar al pueblo que "había sabido votar"- Ese día, al menos se comería y se macharían en honor del elegido. Si se desataba algún entrevero de puñaladas debajo de alguna enramada que cobijaba bailes y beberajes, eso se consideraba como parte de la tradición: despachar para el lado de las ánimas a algún opositor molesto, algún peón retobado, algún maestrito con la Constitución bajo el brazo. Venía bien, para los mandamases, que se viera bien tupido algún hecho de sangre...como para que se tenga claro que a la patronal no se la cuestiona.
El gobernador coronado por los votos, era hombre de no hacerse ascos por un poco de sangre, al fin era un gaucho matrero con la suerte del ungido.
Como en todo pueblo que se respete había que hacer cumplir al píe de la letra la ceremonia de la asunción de mando: Tedeum, discursos, reuniones políticas, legisladores, y más tarde el tradicional chocolate ofrecido por las damas linajudas de la capital provincial en los salones de la casa de gobierno, como debía de ser desde los tiempos del cabildo.
Para organizar el ágape fueron requeridas aquellas señoras que por su experiencia y modales dejarían buen recuerdo en las crónicas sociales y políticas.
Los hombres eran duchos en los entreveros políticos, pero las damas sabían de reglas protocolares, usos y costumbres. Su autoridad a este respecto no admitía discusiones. Sí las damas ordenaban cómo presentarse, qué ponerse, dónde sentarse, qué comer y qué beber: AMEN.
Fue la mujer del boticario la indicada para dirigir el evento.  Tenía sobrados méritos además de haber heredado, generación tras generación el programa de actos que debía cumplirse inexorablemente, como una sentencia.
La doña, mujer de gran carácter y dignidad dictaminó:- El gobernador debe vestir traje, cuello duro y corbata. Debía presentarse así mismo bañado y perfumado, acicalado como corresponde para recibir los símbolos del poder,  además debía presidir, luego de la Asamblea el chocolate de honores y hacer justicia.
Nada de botas ni de poncho ni cualquier cosa que recordara al gaucho matrero. Levita y galera, reloj terciado en el chaleco, zapatos finos y polainas.
Quién se animaría a comunicarles aquellos protocolos?. Quién llevaba el gato al agua?.  Se opinó que una delegación, hasta la metieron a la propia mujer del ungido, que al verse apoyada y embalada cobró nuevos bríos para amansar al centauro. Fue duro el encuentro, pero los argumentos de las féminas sobrepasaron las arisqueadas del hombre cerril.
Entre todas lo rodearon y ordenaron autoritariamente: primero baño de tina, corte y peinada a fondo de la melena para que pudiera ajustar la galera.
Meter al matrero en la tina, enjabonarle la pelambrera y pretender desenredarla fue obra de titanes. El cuitado bufaba, manoteaba y salpicaba ante la avalancha de jabón y peines. Hubo que proceder a tijeretear nudos y ralear el monte. La expresión del bañado mucho se parecía a la de un yaguareté acosado. En esos instantes vio pasar ante su memoria los crímenes y abusos cometidos, convencido de que se estaba acercando al purgatorio.
Después del secado, vino el recorte y probaron con el fijador. Redondeando la tarea por fin el agua florida. Las mujeres y el barbero no terminaron la acción punitiva hasta dejarlo lustroso.  Ya sobre los interiores que jamás había usado, vino la escafandra de la camisa almidonada, cuello al brillo, corbata, chaleco justo, pantalón fantasía, levita y galera. En los pies acostumbrados a las botas de potro, medias de seda, fino calzado de charol y polainas. Lucía como para retrato. Habían cambiado al agreste personaje de los montes en un incómodo caballero listo para empuñar el bastón de mando provincial.
Noviembre, y Santiago del Estero ardía al mediodía. Las cigarras de desarmaban cantando mientras el sol inclemente partía el quebrachal.  Sofocos, tropiezos, tirones al cuello, desabrochar chalecos, abanicarse con el sombrero, carraspeos, discursos, firmadas de actas, abrazos, felicitaciones, lo que corresponde. El nuevo gobernador sudaba su nuevo destino debajo del traje y engrillado por los brillantes zapatos. Ya contaba las horas para que se terminara el tormento. Calculaba que lo primero que tiraría bien lejos serían aquellos zapatos que le hacían pagar en vida los atropellos y las muertes cometidas.
Por fin llegó la hora del chocolate. La comitiva pasó al gran salón de recepciones donde damas diligentes y llenas de flores y moños revoloteaban apremiando al servicio.
Ellas estaban en todo: cuidando las porcelanas, sirviendo las bandejas con alfajorcitos, colaciones, vainillas y ensaimadas. Cuando alguien mojaba la masa en la hirviente bebida, ya aparecía alguna empuntillada señora a reprimir con un golpecito de abanico en la mano pecadora. Le tocó la primera taza al Sr. gobernador y por lo tanto, la recién salida de la chocolatera.
Apurado por terminar pronto con el acto, el duro hombre de la política se zampó el primer gran trago que le fue recorriendo las entrañas como plomo derretido, pareció que se le detenía en "las abajeras" y continuó como río de lava hasta los talones. Se le saltaron los ojos y se le asomaron las lágrimas. Su mujer y la del boticario lo instaron: A tomarlo todo, que sinó es desprecio.- El hombre todavía conservaba algunos pruritos:  los machos se aguantan. El había aguantado puñaladas, balaceras, campañas sin agua por el monte, noches de agonía y días de guerra. Pero nada se comparaba con aquel chocolate del infierno. Se sudó hasta el pelo, pero se mantuvo en su sitio. Sólo lágrimas en los abiertos ojos.
-Mi marido está emocionado, ronroneó la Primera dama y las otras repitieron la ración.
Quemado hasta el fondo del alma esperó ya desahuciado el fin de todo aquello.
Como comienzo de su buen gobierno el obispo pidió clemencia para una docena de forajidos que le trajeron a la sala para que él mismo les impusiera  las penas, ya que no había tenido tiempo de poner los jueces a su gusto. Así que había que proceder en forma sumaria para dar seguridad a la población harta de atropellos.
Sentado en su sillón tan duramente ganado, el recién asumido, al ser preguntado de qué modo se satisfaría ese último acto del día, sin pensarlo dos veces proclamó:-  "A estos delincuentes que les den una buena escarmentada: que los bañen, que los peinen y que les den chocolate".-

De un hecho real citado por Vicente Courtial.  Pergamino

No hay comentarios:

Publicar un comentario