Por Susana Dillon
No sólo los egipcios y luego los romanos impusieron la pena del destierro a los que violaban las leyes de esos imperios, también, se dio, si se quiere más atenuada, al sur en la provincia de Santa Fe allá por los años en que esta escriba recorría su infancia.
Mis padres residían allí y tuve que aprender en vivo y en directo costumbres de cómo la gente se defendía de delincuentes y mal avenidos. Los vecinos de la población estaban facultados para “pedirles el pueblo” a los que no querían vivir en la decencia y las buenas costumbres.
Hubo una vez, en que el cura que cayó en reemplazo del que por muchos años había asistido a esa grey llevándolos por el camino de la tolerancia y el amor al prójimo, enderezó para el lado de las reformas económicas fomentando la suba de ciertos artículos que también eran de primera necesidad: la paz pública y la justicia. Se la tomó y predicó airadamente el aumento de las limosnas, el estipendio de las distintas funciones como bautismos, casamientos, funerales y demás ceremonias que debían oblarse en beneficio de las arcas parroquiales. Éstas subían de precio como ahora suben los asados domingueros y las prosaicas milanesas.
El cura recién llegado era catalán y como es en su lejana tierra, los individuos tienen dos costumbres muy discutidas: son aferrados al vil metal y a aporrear a sus mujeres. En este caso, todos los sermones dominicales terminaban con la muletilla- “Amades hermanes, para que este parroquie funcione, como se debe, se necesite: plate, plate y plate”.
Las damas que pasaban por el público a recolectar la limosna banco por banco, habían recibido la consigna de insistir y dar un golpecito en el banco de los fieles que se hacían los distraídos. Con tantos golpesitos acusadores, de los que se negaban a oblar, los restantes concurrentes al oficio, abandonaron sus pías meditaciones, comenzando a cuchichearse molestos con esta afrenta a la privacidad y al decoro. Hubo damas que se atrevieron a sugerirle al párroco indiscreto que ésa no era la manera de atraer a los réprobos, sino mas bien de echar a los solidarios… y el tiempo siguió corriendo con las diatribas aplicadas a los remisos, cada vez más iracundas y violentas. Ya el sacerdote no sólo montaba en santa cólera con los remisos sino que prometía infiernos con mucho azufre y mucha horquilla para los que seguían firmes en no meter la mano en el bolsillo. Hasta que el día del patrono Santiago Apóstol el prete se subió al púlpito con renovadas energías, clamando a los cielos terribles tormentas para que se malograran las cosechas de los que no aportaban, y que ese año prometían ser óptimas.
Salir la gente del templo para emprender la procesión más importante del año y ver negros nubarrones que amenazaban desde el poniente, fue cosa que consternó a la multitud fervorosa. Ráfagas, ventarrones y tormenta de tierra no sólo apagó velas y aventó mantillas, truenos y relámpagos atemorizaron al gentío que ya pensaba en el Apocalipsis. Ya no cantaban “Oh María, Madre Mía”, sino que se santiguaban mudos como para ahuyentar lo que se venía impulsado por el prete, que gritaba en medio del tumulto: -¡Es porque no colaboran con plate, plate y plate, Deus!-.
Indignados, los que llevaban en andas el santo patrono, que eran la mayoría chacareros, apretaron el paso y sin hacer caso al recorrido fijado, metieron sin ninguna ceremonia Al Santo en su sitio y cada uno buscó el sulky, subió a su vieja y a sus chicos, dejando al iracundo solo con sus monaguillos que lloraban por volver a casa.
Cayó un chaparrón como si fueran bigornias, reuniéndose los más asiduos en los Ramos Generales de don Canarza, gringo levantisco si lo hubo, que desde su despacho de bebidas asesoraba a los chacareros sobre las huelgas agrarias. A ese reducto, la gente ilustrada la llamaba la jabonería de Vieytes.
Allí, mientras azotaba el vendaval, los chacareros, en asamblea votaron solemnemente pedirle el pueblo al catalán, remitiéndolo de vuelta a la Madre Patria por haber desencadenado aquel meteoro infernal.
Como ese año me metieron de pupila, otros fueron mis dramas personales. Casi me desconecté del asunto. Pero cuando volví a casa, ya teníamos párroco nuevo, joven y de buen talante.
Supe por mi viejo, que no se perdía capítulo del culebrón, al catalán Plate, Plate y Plate, alguien misericordioso le había regalado un pasaje para Barcelona.
Pero no todo estaba dicho:
La saludable costumbre se implantó y todo aquel que se atreviera de allí para adelante a salirse de la huella en conductas y malos procederes se “le pidió el pueblo”. Sabia medida que evitaba gastos, rabias y justicia remolona.
Eso sí, las reuniones en la Jabonería de Vieytes, se tomaron como el “sumun” de los gestos democráticos de esa época, tan importante como “el grito de Alcorta”, epopeya campesina contra los arrendamientos abusivos de la patronal.
Ahora hay que preguntarse -¿no sería saludable implantar en este imperio huérfano de medidas ejemplares y de justicia pronta donde ahora los nostalgiosos de la era menemista capitaneados por el profesor Quitito anden en campañas proselitistas de conocidos inmorales que tienen el coraje de volver al ruedo de la política para intentar volver a desgobernarnos?
Ya que no entendieron el “que se vayan todos” habrá que adoptar medidas más convincentes pidiéndoles el pueblo de una buena vez. Los que han vivido toda una vida del presupuesto público, tendrán que amañarse a trabajar así sea la última cosa que hagan en su existencia.
Hubo una vez, en que el cura que cayó en reemplazo del que por muchos años había asistido a esa grey llevándolos por el camino de la tolerancia y el amor al prójimo, enderezó para el lado de las reformas económicas fomentando la suba de ciertos artículos que también eran de primera necesidad: la paz pública y la justicia. Se la tomó y predicó airadamente el aumento de las limosnas, el estipendio de las distintas funciones como bautismos, casamientos, funerales y demás ceremonias que debían oblarse en beneficio de las arcas parroquiales. Éstas subían de precio como ahora suben los asados domingueros y las prosaicas milanesas.
El cura recién llegado era catalán y como es en su lejana tierra, los individuos tienen dos costumbres muy discutidas: son aferrados al vil metal y a aporrear a sus mujeres. En este caso, todos los sermones dominicales terminaban con la muletilla- “Amades hermanes, para que este parroquie funcione, como se debe, se necesite: plate, plate y plate”.
Las damas que pasaban por el público a recolectar la limosna banco por banco, habían recibido la consigna de insistir y dar un golpecito en el banco de los fieles que se hacían los distraídos. Con tantos golpesitos acusadores, de los que se negaban a oblar, los restantes concurrentes al oficio, abandonaron sus pías meditaciones, comenzando a cuchichearse molestos con esta afrenta a la privacidad y al decoro. Hubo damas que se atrevieron a sugerirle al párroco indiscreto que ésa no era la manera de atraer a los réprobos, sino mas bien de echar a los solidarios… y el tiempo siguió corriendo con las diatribas aplicadas a los remisos, cada vez más iracundas y violentas. Ya el sacerdote no sólo montaba en santa cólera con los remisos sino que prometía infiernos con mucho azufre y mucha horquilla para los que seguían firmes en no meter la mano en el bolsillo. Hasta que el día del patrono Santiago Apóstol el prete se subió al púlpito con renovadas energías, clamando a los cielos terribles tormentas para que se malograran las cosechas de los que no aportaban, y que ese año prometían ser óptimas.
Salir la gente del templo para emprender la procesión más importante del año y ver negros nubarrones que amenazaban desde el poniente, fue cosa que consternó a la multitud fervorosa. Ráfagas, ventarrones y tormenta de tierra no sólo apagó velas y aventó mantillas, truenos y relámpagos atemorizaron al gentío que ya pensaba en el Apocalipsis. Ya no cantaban “Oh María, Madre Mía”, sino que se santiguaban mudos como para ahuyentar lo que se venía impulsado por el prete, que gritaba en medio del tumulto: -¡Es porque no colaboran con plate, plate y plate, Deus!-.
Indignados, los que llevaban en andas el santo patrono, que eran la mayoría chacareros, apretaron el paso y sin hacer caso al recorrido fijado, metieron sin ninguna ceremonia Al Santo en su sitio y cada uno buscó el sulky, subió a su vieja y a sus chicos, dejando al iracundo solo con sus monaguillos que lloraban por volver a casa.
Cayó un chaparrón como si fueran bigornias, reuniéndose los más asiduos en los Ramos Generales de don Canarza, gringo levantisco si lo hubo, que desde su despacho de bebidas asesoraba a los chacareros sobre las huelgas agrarias. A ese reducto, la gente ilustrada la llamaba la jabonería de Vieytes.
Allí, mientras azotaba el vendaval, los chacareros, en asamblea votaron solemnemente pedirle el pueblo al catalán, remitiéndolo de vuelta a la Madre Patria por haber desencadenado aquel meteoro infernal.
Como ese año me metieron de pupila, otros fueron mis dramas personales. Casi me desconecté del asunto. Pero cuando volví a casa, ya teníamos párroco nuevo, joven y de buen talante.
Supe por mi viejo, que no se perdía capítulo del culebrón, al catalán Plate, Plate y Plate, alguien misericordioso le había regalado un pasaje para Barcelona.
Pero no todo estaba dicho:
La saludable costumbre se implantó y todo aquel que se atreviera de allí para adelante a salirse de la huella en conductas y malos procederes se “le pidió el pueblo”. Sabia medida que evitaba gastos, rabias y justicia remolona.
Eso sí, las reuniones en la Jabonería de Vieytes, se tomaron como el “sumun” de los gestos democráticos de esa época, tan importante como “el grito de Alcorta”, epopeya campesina contra los arrendamientos abusivos de la patronal.
Ahora hay que preguntarse -¿no sería saludable implantar en este imperio huérfano de medidas ejemplares y de justicia pronta donde ahora los nostalgiosos de la era menemista capitaneados por el profesor Quitito anden en campañas proselitistas de conocidos inmorales que tienen el coraje de volver al ruedo de la política para intentar volver a desgobernarnos?
Ya que no entendieron el “que se vayan todos” habrá que adoptar medidas más convincentes pidiéndoles el pueblo de una buena vez. Los que han vivido toda una vida del presupuesto público, tendrán que amañarse a trabajar así sea la última cosa que hagan en su existencia.
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